Estamos en el año 2025 y una “cubierta triple” de vigilancia avanzada y de
drones armados llena los cielos desde la endosfera a la exosfera. Una
maravilla de la era moderna que puede hacer llegar su armamento a
cualquier lugar del planeta a una velocidad asombrosa, destruir un
sistema de comunicaciones satelitales del enemigo o seguir de forma
biométrica a individuos a grandes distancias. Junto a la avanzada
capacidad del país para la ciberguerra, también es el más sofisticado
sistema militarizado de información jamás creado y una póliza de seguros
del dominio global de EE.UU. hasta bien avanzado el Siglo XXI. Es el
futuro tal como lo imagina el Pentágono, así se está desarrollando y los
estadounidenses no saben nada al respecto.
Todavía operan
en otra época. “Nuestra armada es más pequeña ahora que en cualquier
momento desde 1917”, se quejó el candidato republicano, Mitt Romney,
durante el último debate presidencial.
Con palabras de
burla desdeñosa, el presidente Obama respondió rápidamente: “Bueno,
gobernador, también tenemos menos caballos y bayonetas, porque la
naturaleza de nuestras fuerzas armadas ha cambiado… la cuestión no es un
juego de acorazados, en el cual contamos barcos. Es lo que son nuestras
capacidades”.
Obama ofreció posteriormente solo un atisbo
de lo que podrían ser esas capacidades: “Lo que hice fue trabajar con
nuestro estado mayor conjunto para pensar en lo que vamos a necesitar en
el futuro para garantizar nuestra seguridad… Tenemos que pensar en la
ciber seguridad. Tenemos que hablar del espacio”.
En medio
de toda la charla mediática posterior al debate, sin embargo, parece
que ningún comentarista tuvo la menor idea cuando se trató de los
profundos cambios estratégicos codificados en las escasas palabras del
presidente. Sin embargo, en los últimos cuatro años, trabajando en
silencio y secreto, el gobierno de Obama ha presidido sobre una
revolución tecnológica en la planificación de la defensa, llevando a la
nación mucho más allá de las bayonetas y los acorazados, hacia la
ciberguerra y la armamentización total del espacio. Ante la decreciente
influencia económica, este nuevo atrevido avance en lo que se llama
“guerra de la información” puede resultar ser significativamente
responsable si la dominación global de EE.UU. continúa de alguna manera
hasta bien avanzado el Siglo XXI.
Aunque los cambios
tecnológicos involucrados son nada más y nada menos que revolucionarios,
tienen profundas raíces históricas en un estilo característico del
poder global estadounidense. Ha sido evidente desde cuando esta nación
apareció por primera vez en la escena mundial con su conquista de las
Filipinas en 1898. Durante un siglo, precipitadas en tres crisoles
asiáticos de la contrainsurgencia –en las Filipinas, Vietnam y
Afganistán– las fuerzas armadas de EE.UU. han sido repetidamente
llevadas al punto de ruptura. Ha respondido repetidamente fusionando las
tecnologías más avanzadas de la nación en nuevas infraestructuras de la
información de un poder sin precedentes.
Los militares
crearon primero un régimen manual de información para la pacificación de
las Filipinas, luego un aparato computarizado para combatir las
guerrillas comunistas en Vietnam. Finalmente, durante más de una década
en Afganistán (y sus años en Iraq), el Pentágono ha comenzado a fusionar
la biométrica, la ciberguerra, y un potencial futuro escudo
aeroespacial de triple cubierta en un régimen robótico de información
que podría producir una plataforma de poder sin precedentes para el
ejercicio de la dominación global – o para un futuro desastre militar.
La primera revolución de la información de EE.UU.
Este
sistema característico estadounidense de recolección de información
imperial (y las prácticas de vigilancia y de práctica bélica que lo
acompañan) tiene su origen en algunas brillantes innovaciones
estadounidenses en el manejo de datos textuales, estadísticos y
visuales. Su suma no fue nada menos que una nueva infraestructura de la
información con una capacidad sin precedentes de supervisión masiva.
Durante
dos décadas extraordinarias, invenciones estadounidenses como el
telégrafo cuádruplex de Thomas Alva Edison (1874), la máquina de
escribir comercial de Philo Remington (1874), el sistema de
clasificación decimal de Melvil Dewey (1876), y la tarjeta perforada
patentada de Herman Hollerith (1989) crearon sinergias que condujeron a
la aplicación militarizada de la primera revolución de la información de
EE.UU. Para pacificar una determinada resistencia guerrillera que
persistió en las Filipinas durante una década después de 1898, el
régimen colonial estadounidense –a diferencia de los imperios europeos
con sus estudios culturales de “civilizaciones orientales”– utilizó esas
tecnologías avanzadas de información para reunir datos empíricos
detallados sobre la sociedad filipina. De esta manera, forjó un aparato
de seguridad vigilante que jugó un papel importante en el aplastamiento
del movimiento nacionalista filipino. El resultante aparato colonial de
policía y vigilancia también dejó una duradera huella institucional en
el emergente Estado EE.UU.
Cuando EE.UU. entró a la Primera
Guerra Mundial en 1917, el “padre de la inteligencia militar
estadounidense”, coronel Ralph Van Deman, utilizó métodos de seguridad
que había desarrollado años antes en las Filipinas para fundar la
División de Inteligencia Militar del Ejército. Reclutó un personal que
creció rápidamente de una persona (él mismo) a 1.700, desplegó unos
300.000 ciudadanos-agentes para compilar más de un millón de páginas de
informes de vigilancia sobre ciudadanos estadounidenses, y estableció
los fundamentos para un aparato de vigilancia interior permanente.
Una
versión de este sistema creció hasta lograr un éxito sin paralelo
durante la Segunda Guerra Mundial cuando Washington estableció la
Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) como la primera agencia de
espionaje mundial de la nación. Entre sus nueve ramas, Investigación
& Análisis reclutó un personal de casi 2.000 académicos que
acumularon 300.000 fotografías, un millón de mapas, y tres millones de
tarjetas de archivo, que desplegaron en un sistema de información
mediante “indexado, cotejo y corroboración” para responder innumerables
preguntas tácticas.
Sin embargo, a comienzos de 1944, el OSS se
encontró, según las palabras del historiador Robin Winks, “ahogándose
bajo el flujo de la información”. Muchos de los materiales que habían
sido recolectados con tanto cuidado fueron abandonados para que se
descompusieran en almacenamiento, sin leerlos ni procesarlos. A pesar de
su ambicioso alcance global, este primer régimen de información de
EE.UU., a falta del cambio tecnológico, podría haber colapsado bajo su
propio peso, ralentizando el flujo de información extranjera que
probaría ser tan crucial para el ejercicio por EE.UU. de la dominación
global después de la Segunda Guerra Mundial.
Computarizando Vietnam
Bajo
las presiones de una guerra interminable en Vietnam, los que dirigían
la infraestructura de la información de EE.UU. recurrieron a la
administración computarizada de datos, y lanzaron un nuevo régimen de
información estadounidense. Impulsado por los más avanzados ordenadores
centrales de IBM, los militares de EE.UU. compilaron tabulaciones
mensuales de la seguridad en todas las 12.000 aldeas de Vietnam del Sur y
archivaron los tres millones de documentos del enemigo que sus soldados
capturaban cada año, en gigantescos rollos de film con códigos de
barra. Al mismo tiempo, la CIA puso en secuencia y computarizó diversos
datos sobre la infraestructura civil comunista como parte de su infame
Programa Phoenix. Esto, por su parte, se convirtió en la base para sus
sistemáticas torturas y 41.000 “ejecuciones extrajudiciales” (que,
basándose en desinformación de mezquinos rencores locales y
contrainteligencia comunista, mató a muchos, pero no logró capturar más
que a unos pocos altos cuadros comunistas).
De un modo más
ambicioso, la Fuerza Aérea de EE.UU. gastó 800 millones de dólares al
año para cubrir el sur de Laos con una red de 20.000 sensores acústicos,
sísmicos, térmicos y sensibles al amoníaco para determinar con toda
precisión convoyes de camiones de Hanói que bajaban por la pista Ho Chi
Minh bajo una densa cobertura selvática. La información que
suministraron fue reunida en sistemas computarizados a fin de
identificar objetivos para las incesantes operaciones de bombardeo.
Después que 100.000 soldados norvietnamitas pasaron directamente a
través de esa red electrónica sin ser detectados, con camiones, tanques y
artillería pesada para lanzar la Ofensiva Nguyen Hue en 1972, la Fuerza
Aérea del Pacífico de EE.UU. calificó ese atrevido intento de construir
un “campo de batalla electrónico” de rotundo fracaso.
En esta
olla a presión de lo que se convirtió en la mayor guerra aérea de la
historia, la Fuerza Aérea también aceleró la transformación de un nuevo
sistema de información que llegaría a tener significación tres décadas
más tarde: el drone Firebee. Al terminar la guerra, se había
transformado en una aeronave sin tripulación crecientemente ágil que
hizo 3.500 salidas de vigilancia de máximo secreto sobre China, Vietnam
del Norte, y Laos. En 1972, el drone SC/TV, con una cámara en su punta,
era capaz de volar 3.900 kilómetros navegando a través de una imagen de
televisión de baja resolución.
En general, todos esos datos
computarizados ayudaron a fomentar la ilusión de que los programas de
“pacificación” estadounidenses en el campo estaban conquistando a los
habitantes de las aldeas de Vietnam, y la ilusión de que la guerra aérea
estaba destruyendo exitosamente el esfuerzo de aprovisionamiento de
Vietnam del Norte. A pesar de una sucesión funesta de fracasos a corto
plazo que ayudaron a dar un golpe espectacular al poder estadounidense,
toda esa recolección computarizada de datos resultó ser un experimento
fundamental incluso si sus progresos no llegaron a ser evidentes durante
otros 30 años hasta que EE.UU. comenzó a crear un tercer régimen
–robótico- de información.
La guerra global contra el terror
Cuando
se vio al borde de la derrota en el intento de pacificación de dos
sociedades complejas, Afganistán e Iraq, Washington respondió en parte
mediante el ajuste de nuevas tecnologías de vigilancia electrónica,
identificación biométrica, y guerra de drones – todo lo cual se funde
ahora en lo que podría convertirse en un régimen de información mucho
más poderoso y destructivo que todo lo que tuvo lugar anteriormente.
Después
de seis años de esfuerzo fracasado de contrainsurgencia en Iraq, el
Pentágono descubrió el poder de la identificación biométrica y la
vigilancia electrónica para pacificar las extensas ciudades del país.
Entonces creó una base de datos biométrica iraquí con más de un millón
de huellas digitales y reconocimiento del iris a la cual las patrullas
estadounidenses en las calles de Bagdad podían tener acceso
instantáneamente mediante un vínculo por satélite a un centro
informático en Virginia Occidental.
Cuando el presidente Obama
asumió el poder y lanzó su “oleada”, escalando el esfuerzo de guerra de
EE.UU. en Afganistán, ese país se convirtió en una nueva frontera para
probar y perfeccionar semejantes bases de datos biométricos, así como
para una guerra de drones hecha y derecha tanto en ese país como en las
regiones tribales fronterizas de Pakistán, el último pliegue en una
guerra tecnológica ya iniciada por el gobierno de Bush. Esto involucró
la aceleración de desarrollos tecnológicos en la guerra de drones que
había sido suspendida en gran parte durante dos décadas después de la
Guerra de Vietnam.
Lanzado en 1994 como un avión experimental,
sin armas, de vigilancia, el drone Predator fue utilizado por primera
vez en el año 2000 para vigilancia de combate en la “Operación Ojos
Afganos” de la CIA. En 2011, el avanzado drone MQ-9 Reaper, con
capacidades de “persistente cazador asesino”, fue fuertemente armado de
misiles y bombas así como de sensores que podían interpretar tierra
alterada a 1.500 metros y rastrear huellas hasta las instalaciones del
enemigo. Entre 2004 y 2010 el tiempo total en vuelo de todos los
vehículos sin tripulación aumentó de solo 71 horas a 250.000 horas, lo
que indica el ritmo acelerado de desarrollo de los drones.
En
2009, la Fuerza Aérea y la CIA ya estaban utilizando una armada de
drones de por lo menos 195 Predator y 28 Reaper dentro de Afganistán,
Iraq y Pakistán – y la cantidad solo ha aumentado desde entonces.
Recolectaron y transmitieron 16.000 horas de video por día, y desde 2006
hasta 2012 dispararon cientos de misiles Hellfire que supuestamente
mataron a 2.600 presuntos insurgentes dentro de las áreas tribales de
Pakistán. Aunque la segunda generación de drones Reaper podría parecer
sorprendentemente sofisticada, un analista de la defensa los calificó de
“algo como el Modelo T de Ford”. Más allá del campo de batalla, hay
ahora unos 7.000 drones en la armada estadounidense de aviones sin
tripulación, incluyendo 800 drones de mayor tamaño que disparan misiles.
Al financiar su propia flota de 35 drones y al pedir prestado otros de
la Fuerza Aérea, la CIA ha pasado de la recolección pasiva de
inteligencia a la formación de una capacidad robótica paramilitar
permanente.
En los mismos años, llegó otra forma de guerra de la
información, literalmente, en línea. Durante dos administraciones ha
habido continuidad en el desarrollo de una capacidad de ciberguerra
dentro del país y en el exterior. A partir de 2002, el presidente George
W. Bush autorizó ilegalmente a la Agencia de Seguridad Nacional a
escanear innumerables millones de correos electrónicos con su base de
datos de máximo secreto “Pinwale”. Del mismo modo, el FBI inició un
Almacén de Datos Investigativos que, en 2009, contenía mil millones de
registros individuales.
Bajo los presidentes Bush y Obama, la
vigilancia digital defensiva se ha convertido en una capacidad de
“ciberguerra” ofensiva, que ya ha sido desplegada contra Irán en la
primera ciberguerra significante de la historia. En 2009, el Pentágono
formó el Comando Ciber de EE.UU. (CYBERCOM), con sede en Ft. Meade,
Maryland, y un centro de ciberguerra en la Base Aérea Lackland en Texas,
atendido por 7.000 empleados de la Fuerza Aérea. Dos años después,
declaró el ciberespacio como “dominio operacional” como el aire, la
tierra o el mar, y comenzó a invertir su energía en el desarrollo de un
cuadro de ciber-guerreros capaces de lanzar operaciones ofensivas, como
una variedad de ataques contra centrífugas computarizadas en las
instalaciones nucleares de Irán y los bancos en Medio Oriente que
manejan dinero iraní.
Un régimen de información robótica
Como
en el caso de la Insurrección Filipina y la Guerra de Vietnam, las
ocupaciones de Iraq y Afganistán han servido de catalizador para un
nuevo régimen de información, fusionando el espacio aéreo, el
ciberespacio, la biométrica y la robótica en un aparato de poder
potencialmente sin precedentes. En 2012, después de años de guerra
terrestre en ambos países y de continua expansión del presupuesto del
Pentágono, el gobierno de Obama anunció una futura estrategia de defensa
más sobria. Incluyó una reducción de 14% de la futura fuerza de
infantería, compensada por un aumento del énfasis en inversiones en los
dominios del espacio exterior y el ciberespacio, en particular en lo que
el gobierno llama “capacidades críticas basadas en el espacio”.
En
2020, la nueva arquitectura de la defensa debería ser capaz en teoría
de integrar el combate en espacio, el ciberespacio, y en tierra,
mediante la robótica para –se afirma– la entrega de información
integrada para la acción letal. Significativamente, el espacio y el
ciberespacio, son dominios nuevos, no regulados, de conflicto militar,
que van en gran parte más allá del derecho internacional. Y Washington
espera utilizar ambos, sin limitación, como palancas de Arquímedes para
ejercer nuevas formas de dominación global hasta bien avanzado el Siglo
XXI, tal como el Imperio Británico dominó desde los mares y el imperio
estadounidense en la Guerra Fría ejerció su alcance global mediante el
poder aéreo.
Mientras Washington trata de vigilar el globo desde
el espacio, el mundo podría preguntar: ¿a qué altura se encuentra la
soberanía nacional? A falta de algún acuerdo internacional sobre la
dimensión vertical del espacio aéreo soberano (ya que fracasó una
conferencia sobre derecho aéreo internacional, convocada en París en
1910), algún travieso abogado del Pentágono podría responder: solo hasta
una altura en la que pueda ser implementado. Y Washington ha llenado
ese vacío legal con una matriz ejecutiva secreta –operada por la CIA y
el Comando de Operación Especiales clandestinas– que asigna
arbitrariamente nombres, sin ninguna supervisión judicial, a una “lista
de asesinatos” clasificada que significa la muerte silenciosa y
repentina desde el cielo para presuntos terroristas en todo el mundo
musulmán.
Aunque los planes de EE.UU. para la guerra en el
espacio siguen siendo altamente clasificados, es posible juntar las
piezas de ese rompecabezas aeroespacial troleando los sitios en la web
del Pentágono, para encontrar muchos de los componentes clave en
descripciones técnicas en la Agencia de Investigación de Proyectos
Avanzados de Defensa (DARPA). Ya en 2020, el Pentágono espera patrullar
incesante e incansablemente todo el globo mediante un escudo espacial de
triple cubierta que alcanza desde la estratosfera hasta la exosfera,
impulsado por drones armados de misiles ágiles, vinculados por un
sistema satelital modular capaz de adaptarse, monitoreado mediante un
panóptico telescópico, y operado por controles robóticos.
En la
parte inferior del emergente escudo aeroespacial de EE.UU., a una
distancia de ataque de la Tierra en la estratosfera inferior, el
Pentágono está construyendo una armada de 99 drones Global Hawk
equipados de cámaras de alta resolución, capaces de vigilar todo el
terreno dentro de un radio de 160 kilómetros, sensores electrónicos para
interceptar comunicaciones, motores eficientes para vuelos continuos de
24 horas, y eventualmente misiles Triple Terminator para destruir
objetivos bajo ellos. Para fines de 2011, la Fuerza Aérea y la CIA ya
habían rodeado la masa terrestre eurasiática con una red de 60 bases
para drones armados con misiles Hellfire y bombas GBU-30, permitiendo
ataques aéreos contra objetivos en cualquier parte en Europa, África, o
Asia.
La sofisticación de la tecnología en este ámbito salió a la
luz en diciembre de 2011 cuando uno de los RQ-170 Sentinel de la CIA
cayó en Irán. Reveló ser un drone en forma de murciélago equipado con
una capacidad oculta de evasión de radar, un radar de “phase array”
activo escaneado electrónicamente, y óptica avanzada “que permite que
los operadores identifiquen positivamente a presuntos terroristas desde
decenas de miles de metros en el aire”.
Si los planes salen bien,
en el mismo nivel más bajo a alturas de hasta 19,3 kilómetros, aviones
sin tripulación como el “Vulture”, con paneles solares que cuban su
masiva envergadura de 122 metros, patrullarán incesantemente el globo
durante hasta cinco años a la vez con censores para una vigilancia “sin
pestañear”, y posiblemente misiles para ataques letales. La viabilidad
de esta nueva tecnología fue establecida en 1997 por el avión Pathfinder
de la NASA con energía solar, con una envergadura de 30 metros, que
alcanzó una altura de 22 kilómetros en 1997, y su sucesor de cuarta
generación, el “Helios” que voló a 30 kilómetros con una envergadura de
75 metros en 2001, 3,2 kilómetros más alto que cualquier avión anterior.
Para el nivel siguiente sobre la Tierra, en la estratosfera
superior, DARPA y la Fuerza Aérea colaboran en el desarrollo del
Vehículo de Crucero Hipersónico Falcon. Volando a una altura de 32
kilómetros, se espera que pueda “llevar una carga de 5 toneladas a una
distancia de 17.000 kilómetros de EE.UU. continental en menos de dos
horas”. Aunque los primeros lanzamientos de prueba en abril de 2010 y
agosto de 2011 se estrellaron a mitad de vuelo, llegaron a una distancia
sorprendente de 20.000 kilómetros por hora, 22 veces la velocidad del
sonido, y enviaron “datos inigualables” que ayudarían a solucionar
problemas restantes de aerodinámica.
En el nivel superior de esa
cubierta aeroespacial de tres niveles, la edad de la guerra espacial
alboreó en abril de 2010 cuando el Pentágono lanzó silenciosamente el
drone espacial X-37B, una nave sin tripulación de una longitud de solo
8,8 metros, a una órbita de 402 kilómetros sobre la Tierra. Para cuando
su segundo prototipo aterrizó en la Base Vandenberg de la Fuerza Aérea
en junio de 2012, después de un vuelo de 15 meses, esa misión
clasificada representó un ensayo exitoso de “naves especiales
reutilizables controladas robóticamente” y estableció la viabilidad de
drones espaciales sin tripulación en la exosfera.
En este cenit
de la triple cubierta, a 322 kilómetros sobre la Tierra, donde pronto
transitarán los drones especiales, los satélites orbitales son los
principales objetivos, una vulnerabilidad que fue obvia en 2007 cuando
China utilizó un misil tierra-aire para derribar uno de sus propios
satélites. Como reacción, el Pentágono desarrolla ahora el sistema
satelital F-6 que “descompondrá una gran nave espacial monolítica en un
grupo de elementos vinculados por radio, o nodos [que aumentan] la
resistencia a… la ruptura de una parte en mal estado o al ataque de un
adversario.” Y hay que pensar en que el X-37B tiene una espaciosa
sección de carga para llevar misiles o futuros armamentos de laser a fin
de destruir satélites enemigos – en otras palabras, la capacidad
potencial de incapacitar las comunicaciones de un futuro rival militar
como China, que tendrá en operación su propio sistema satelital global
en 2020.
Finalmente, el impacto de este tercer régimen de
información será conformado por la capacidad de las fuerzas armadas de
EE.UU. de integrar su variedad de armamento aeroespacial global en una
estructura robótica de comando que sería capaz de coordinar operaciones
en todos los dominios de combate: espacio, ciberespacio, cielo, mar, y
tierra. Para administrar el creciente torrente de información dentro de
esta triple cubierta delicadamente equilibrada, el sistema tendría que
poder automantenerse en última instancia mediante “tecnologías de
manipuladores robóticos”, como el sistema FREND del Pentágono que algún
día podría tener el potencial de entregar combustible, hacer
reparaciones, o reposicionar satélites.
Para una nueva óptica
global, DARPA está construyendo el Telescopio de Vigilancia Espacial
(SST) de ángulo ancho, que estaría situado en bases que rodearían el
globo en un salto enorme en la “vigilancia espacial”. El sistema
permitiría que futuros guerreros en el espacio vieran todo el cielo
alrededor de todo el planeta sentados ante un solo monitor,
posibilitando el rastreo de cualquier objeto en la órbita terrestre.
La
operación de este complejo aparato a escala mundial requerirá, como
explicó un funcionario de DARPA en 2007, “una colección integrada de
sistemas de vigilancia espacial –una arquitectura– que sea a prueba de
fugas”. Por lo tanto, en 2010, la Agencia Nacional de Inteligencia
Geoespacial tenía 16.000 empleados, un presupuesto de 5.000 millones de
dólares, y una masiva sede de 2.000 millones de dólares en Fort Belvoir,
Virginia, con un personal de 8.500 envuelto en seguridad electrónica –
todos orientados a coordinar el torrente de datos de información
llegados de Predators, Reapers, aviones espía U-2, Global Hawks, drones
espaciales X-37B, Google Earth, Telescopios de Vigilancia Espacial, y
satélites en órbita. En 2020 o después –es poco probable que un sistema
tecnológico tan complejo respete los programas– esa triple cubierta
debiera ser capaz de aniquilar a un solo “terrorista” con un ataque de
misil después de rastrear su ojo, su imagen facial, o su firma térmica a
cientos de kilómetros a través de campos y favelas, o cegar a todo un
ejército destruyendo todas las comunicaciones en tierra, la aviación y
la navegación marina.
¿Dominio tecnológico o tecno-desastre?
Hurgando
en el futuro, un equilibrio todavía incierto de fuerzas presenta dos
escenarios en competencia para la continuación del poder global de
EE.UU. Si todo o gran parte se desarrolla según el plan, en algún
momento en la tercera década de este siglo el Pentágono completará un
sistema de vigilancia exhaustivo para la Tierra, el cielo y el espacio,
utilizando la robótica para coordinar un verdadero torrente de datos
desde el monitoreo biométrico en el ámbito callejero, la minería de
datos cibernéticos, una red mundial de Telescopios de Vigilancia
Espaciales, y patrullas aeronáuticas de triple cubierta. Mediante la
administración ágil de datos de excepcional poder, este sistema podría
dar a EE.UU. un poder de veto de letalidad global, un ecualizador para
cualquier pérdida ulterior de potencia económica.
Sin embargo,
como en Vietnam, la historia presenta algunos paralelos pesimistas
cuando se trata de que EE.UU. preserve su hegemonía global solo mediante
la tecnología militarizada. Incluso si este régimen de información
robótica permitiera controlar de alguna manera el creciente poderío
militar de China, todavía EE.UU. podría tener la misma probabilidad de
controlar fuerzas geopolíticas más amplias con la tecnología
aeroespacial como el Tercer Reich la tuvo de ganar la Segunda Guerra
Mundial con sus “súper-armas” – los cohetes V-2 que hicieron llover la
muerte sobre Londres y los jets Messerschmitt Me-262 que derribaban los
bombarderos aliados en los cielos de Europa. Complicando aún más el
futuro, la ilusión de omnisciencia informativa podría inclinar a
Washington a más desventuras militares similares a Vietnam o Iraq,
creando la posibilidad de aún más conflictos costosos, agotadores, de
Irán al Mar del Sur de China.
Si el futuro del poder mundial de
EE.UU. es conformado por eventos reales más que por tendencias
económicas a largo plazo, su suerte podría ser determinada por quién
llega primero en este ciclo centenario: la debacle militar por la
ilusión de la dominación tecnológica, o un nuevo régimen tecnológico
suficientemente fuerte como para perpetuar el dominio global de EE.UU.
Tomado de: http://www.tomdispatch.com/post/175614/tomgram%3A_alfred_mccoy%2C_super_weapons_and_global_dominion/#more
(*) Alfred W. McCoy es profesor de historia en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de A Question of Torture: CIA Interrogation, From the Cold War to the War on Terror (Metropolitan Books), que también existe en traducciones al italiano y al alemán. Su último libro Policing America's Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State
, explora la influencia de operaciones de contrainsurgencia en el
exterior en la propagación de medidas de seguridad interior en EE.UU.
También convocó el proyecto “Imperios en transición” un grupo de trabajo
global de 140 historiadores de universidades de cuatro continentes. Los
resultados de sus primeras reuniones en Madison, Sydney, y Manila
fueron publicados como Colonial Crucible: Empire in the Making of the Modern American State y los resultados de su última conferencia aparecerán el próximo año como Endless Empire: Europe’s Eclipse, America’s Ascent, and the Decline of U.S. Global Power.