Sería trágico e irónico que una Alemania restaurada por medios pacíficos y con la mejor de las intenciones provocara la ruina del orden europeo por tercera vez.
La situación de Europa es grave, muy grave. ¿Quién habría pensado que
el primer ministro británico, David Cameron, haría un llamamiento a los
gobiernos de la zona del euro para que se armaran de valor a fin de
crear una unión fiscal (con un presupuesto y una política fiscal comunes
y una deuda pública garantizada en común)? Y Cameron sostiene también
que la única forma de detener la desintegración del euro es una mayor
integración política.
¡Un primer ministro británico conservador! La casa europea está
ardiendo y Downing Street hace un llamamiento en pro de una reacción
racional y resuelta por parte del cuerpo de bomberos.
Lamentablemente, el cuerpo de bomberos está dirigido por Alemania y
su jefe es la canciller Angela Merkel. A consecuencia de ello, Europa
sigue intentando apagar el fuego con gasolina —la austeridad impuesta
por Alemania—, con lo que, en tan sólo tres años, la crisis financiera
de la zona del euro ha llegado a convertirse en una crisis existencial
europea.
No nos engañemos: si se desintegra el euro, lo mismo ocurrirá a la
Unión Europea (la mayor economía del mundo), lo que desencadenará una
crisis económica mundial que la mayoría de las personas vivas
actualmente nunca han padecido. Europa está al borde del abismo y sin
duda caerá en él, a no ser que Alemania —y Francia— cambien de rumbo.
Las recientes elecciones celebradas en Francia y en Grecia, junto con
las locales en Italia y la continua zozobra existente en España e
Irlanda, han mostrado que el público ha perdido la fe en la estricta
austeridad que les ha impuesto Alemania. La cura de caballo de Merkel ha
chocado con la realidad… y la democracia.
Una vez más estamos aprendiendo a base de palos que, cuando se aplica
en plena crisis financiera grave, esa clase de austeridad sólo conduce a
la depresión. Esa idea debería haber sido dominante; al fin y al cabo,
fue una enseñanza fundamental que se desprendió de las políticas de
austeridad del presidente Herbert Hoover en Estados Unidos y del
canciller Heinrich Brüning en la Alemania de Weimar a comienzos de los
años treinta del siglo pasado. Lamentablemente, Alemania, precisamente
ella, parece haberla olvidado.
A consecuencia de ello, el caos se cierne sobre Grecia, como también
la perspectiva de pánicos bancarios posteriores en España, Italia y
Francia… y con ello una avalancha financiera que enterraría a Europa. ¿Y
después? ¿Acaso debemos desechar lo que más de dos generaciones de
europeos han creado: una inversión en masa en una construcción
institucional que ha brindado el período más largo de paz y prosperidad
en la historia del continente?
Una cosa es segura: la desintegración del euro y de la UE entrañaría
la salida de Europa del escenario mundial. La política actual de
Alemania es tanto más absurda en vista de las graves consecuencias
políticas y económicas que afrontaría.
Corresponde a Alemania y a Francia, a Merkel y al presidente François
Hollande, decidir el futuro de nuestro continente. La salvación de
Europa depende ahora de un cambio fundamental en la posición en materia
de política económica de Alemania y de la de Francia en materia de
integración política y reformas estructurales.
Francia tendrá que aceptar una unión política: un gobierno común con
control parlamentario común para la zona del euro. Los gobiernos
nacionales de la zona del euro ya están actuando al unísono como
gobierno de facto para abordar la crisis. Se debe llevar adelante y formalizar lo que está llegando a ser cada vez más cierto en la práctica.
Por su parte, Alemania tendrá que optar por una unión fiscal. En
última instancia, eso significa garantizar la supervivencia de la zona
del euro con la fuerza y los activos económicos de Alemania: adquisición
ilimitada de bonos estatales de los países en crisis por parte del
Banco Central Europeo, europeízación de las deudas nacionales mediante
eurobonos y programas de crecimiento para evitar una depresión en la
zona del euro e impulsar su recuperación.
Podemos imaginar fácilmente cómo se despotrica en Alemania contra esa
clase de programa. ¡Aún más deuda! ¡Pérdida de control de nuestros
activos! ¡Inflación! Sencillamente, ¡no funciona!
Pero sí que funciona: el crecimiento de Alemania, basado en la
exportación, se debe a esa clase de programas precisamente en los países
en ascenso y los Estados Unidos. Si China y EE.UU. no hubieran bombeado
dinero financiado en parte con deuda en sus economías a comienzos de
2009, la economía alemana habría recibido un golpe muy duro. Ahora los
alemanes deben preguntarse si ellos, que han sido quienes más se han
beneficiado de la integración europea, están dispuestos a pagar el
precio que entraña o preferirían dejarla fracasar.
Además de la unificación fiscal y política y políticas de crecimiento
a corto plazo, los europeos necesitan urgentemente reformas
estructurales encaminadas a restablecer la competitividad de Europa.
Cada uno de esos pilares es necesario para que Europa supere su crisis
existencial.
¿Entendemos nosotros, los alemanes, nuestra responsabilidad
paneuropea? Desde luego, no lo parece. De hecho, raras veces ha estado
Alemania tan aislada como ahora. Prácticamente nadie entiende nuestra
dogmática política de austeridad, que contradice toda experiencia, y se
considera que hemos perdido el rumbo en gran medida, o que vamos como en
un coche en dirección contraria a la del tráfico. Aún no es demasiado
tarde para cambiar de dirección, pero ahora sólo nos quedan días y
semanas, tal vez meses, en lugar de años.
Alemania se destruyó a sí misma –y el orden europeo– en dos ocasiones
en el siglo XX y después convenció a Occidente de que había sacado las
conclusiones oportunas. Sólo de ese modo, reflejado con la mayor
claridad en su aceptación del proyecto europeo, obtuvo Alemania la
anuencia para su reunificación. Sería a un tiempo trágico e irónico que
una Alemania restaurada por medios pacíficos y con la mejor de las
intenciones provocara la ruina del orden europeo por tercera vez.
Joschka Fischer, ministro de
Asuntos Exteriores y Vicecanciller de Alemania de 1998 a 2005, fue un
dirigente del Partido Verde alemán durante casi veinte años.

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